--He visto el cadáver de mi padre en su lecho mortuorio y revestido con
las insignias reales. Aquel rostro
pálido, tan sosegado y decaído; aquellas manos tan hábiles,
entonces insensi bles, y aquellas envaradas
piernas, no renunciaban un dormir poblado de sueños. Y sin embargo, ¡cuántos
sueños no debía dios enviar
a aquel muerto!... ¡a aquel muerto a quien tantos otros precedieran, precipitados
por él en la muerte eter-
na!... No, aquel rey todavía lo era; reinaba aún en su lecho mortuorio,
como cuando estaba sentado en su
trono. Para nada había abdicado Su Majestad. Dios, que no le castigó
a él, no puede castigarme a mí que
nada he hecho.
Un ruido extraño llamó la atención del joven; miró
y vio en la chimenea, a los pies de un colosal crucifijo
groseramente pintado al fresco, un ratón monstruoso que estaba royendo
un mendru go, mientras fijaba en
el nuevo huésped del calabozo una mirada de inteligencia y curiosidad.
Luis, trémulo de miedo y de asco, retrocedió hasta la puerta,
lanzando un grito, Luis conoció que estaba
vivo y en pleno goce de su razón y su conciencia naturales.
--¡Preso! --exclamó; ¡preso yo! --y después de buscar
con la mirada una campanilla para llamar, conti-
nuó: --En la Bastilla no las hay, y yo estoy encerrado en la Bastilla.
Pero ¿cómo he sido reducido al pri-
sión? Necesariamente es esta una conspiración de Fouquet. En Vaux
me han atraído a un lazo... Pero Fou-
quet ha debido tener quien lo secundara... Su agente... aquella voz... era Herblay;
sí, lo he conocido... Col-
bert tenía razón. Pero, ¿qué quiere de mi Fouquet?
¿Va a reinar en mi lugar?... ¡Es imposible! ¿Quién
sa-
be?... Quizá mi hermano el duque de Orleáns hace contra mi lo
que durante toda su vida se propuso contra
mi padre, mi tío... Pero, ¿y la reina? ¿y mi madre? ¿y
La Valiére? ¡Oh! a La Valiére la habrán puesto a
dis-
creción de la princesa... ¡Pobre Luisa! indudablemente la han encerrado
como a mí, y nunca jamás volve-
remos a vernos.
Ante tal idea, el amante estalló en sollozos, suspiros y lamentos.
--Aquí hay un gobernador --prosiguió el rey enfurecido. -- Llamemos.
Llamó, pero ninguna voz respondió a la suya. Entonces, tomó
la silla, y con ella golpeó la robusta puerta
de encina; pero al dar la madera contra la madera, sólo respondieron
en las profundidades de la escalera mil
lúgubres ecos.
Entonces y calmado el primer paroxismo de su cólera, el monarca vio una
enrejada ventana por la que
entraba un dorado cuadrilongo, indudablemente proyectado por la luminosa aurora,
y acercándose a ella,
empezó a llamar, con voz natural primero, y luego a gritos. Pero como
si no hubiese llamado.
Al rey empezaba a hervirle la sangre, a subírsele a la cabeza, acostumbrado
a ordenar, se rebelaba contra
la idea de la desobediencia.
Poco a poco fue enconándose el ánimo del preso, que rompió
la silla al esgrimirla como un ariete contra
la puerta.
Acá y aculá respondieron algunas voces ahogadas.
Las voces produjeron un efecto extraño en el rey, que se detuvo para
escucharlas. Eran las de los presos,
en otro tiempo sus víctimas, y ahora sus compañeros. Aquellas
voces acusaban al autor de aquel ruido, co-
mo en silencio los suspiros y las lágrimas acusaban al autor de su cautiverio.
Después de haber quitado la
libertad a tantos hombres, ahora les quitaba el sueño.
Esta idea estuvo a pique de acabar con su razón y, sediento de tener
alguna noticia o una conclusión, re-
dobló sus fuerzas, y empezó de nuevo a esgrimir contra la puerta
el palo de la silla.
Al cabo de una hora, Luis oyó ruido en el corredor, al otro lado de su
puerta, en la que descargaron un
golpe furibundo que hizo cesar los suyos.
--¡Mil rayos! --exclamó una voz ruda y grosera, --¿habéis
perdido el juicio? ¿qué os pasa esta mañana?
--¡Esta mañana! --dijo entre sí y con sorpresa el rey.
Y, cortésmente añadió: --¿Sois el gobernador de
la Bastilla, caballero?
--Vaya, que os han volcado los sesos --replicó la voz; --pero esa no
es razón para que metáis tanto rui-
do. Silencio, ¡vive Dios! --¿Sois vos el gobernador? --repitió
el rey.
Luis oyó cerrar una puerta. El carcelero acababa de marcharse sin haberse
dignado responder.
Cuando el rey se persuadió de que se había alejado el que le dirigió
la palabra, dio rienda suelta a su fu-
ror. Agil como un tigre, saltó de la mesa a la ventana, de la que sacudió
las rejas, y después de romper un
vidrio, cuyos pedazos fueron a parar al patio produciendo mil armoniosos tonos,
llamó por espacio de una
hora y con voz cada vez más enronquecida al gobernador.
Víctima de ardiente calentura, con los cabellos en desoúden y
pegados a la frente, hecho jirones y blan-
queado el traje, y desgarrada su camisa, el rey no calmó su furor hasta
que hubo agotado sus fuerzas.
Apoyó la frente en la puerta, y dejó que fuese calmándose